Los días de
verano parecen eternos en la niñez. Pablo recordaba sus días de playa a los
siete años, cuando papá podía por fin descansar del trabajo de todo el año. Le
viene a la memoria aquella tarde en que no quería salir del apartamento,
prefería quedarse viendo dibujos en la tele. Papá le dijo que se lo pasaría
mejor dándose un baño, pero Pablo dijo que había oído que el sol era malo, que
podías morir, y su amigo Edu se había quemado la semana pasada y le picaba
mucho la piel. En ese momento papá sonrió y le contó una historia. Todavía la
recuerda. Hace muchos años, decía, cuando el mundo era joven, la gente dejó de
adorar al sol y éste se enfadó por su ingratitud y decidió no salir más. La
oscuridad lo cubrió todo y los animales, y las plantas comenzaron a morir.
Hacía mucho frío y los hombres estaban tristes. Al cabo de un tiempo pidieron
perdón al sol, que como un buen padre que era volvió a salir y todos volvieron
a vivir en paz felices para siempre. Terminó su cuento con una sonrisa, y le
dijo que el sol era vida, que se sentiría más alegre y más sano si lo tomaba.
Así que dejó por un rato la tele, se puso la gorra y bajó a la playa con la
crema protectora, a nadar y a disfrutar de uno de esos veranos de la infancia,
en donde el tiempo no pasa y se saborea la inmortalidad.
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